Al avanzar por las calles y plazas de esa Alejandría, la que retrata Lawrence Durrell en su famoso Cuarteto, surge constantemente la tentación, la necesidad urgente de presentarse físicamente con la guía de lugares en la mano y poner los pies sobre las huellas de Darley, Justine, Nessim, Balthazar… Una especie de Bloomsday extendido y mediterráneo que, desgraciadamente, se esfuma al levantar la mirada y dejar que el sol enceguecedor, los alaridos de los muecines, el olor del estiércol de caballos y camellos, y el sabor del té, se disipen lentamente en la habitación en la que se encuentre el lector. Invade el dolor al caer en la conciencia de que tal recorrido sería una decepción, un viaje a un pasado en el peor de los casos ya ido y en el mejor, ficticio, fantasma. Porque de nada sirve que los lugares permanezcan: el Corniche, Mareotis, el hotel Cecil. La ciudad de Durrell está ida para siempre, si es que alguna vez existió, si las andanzas de los personajes ocurren en un medio ambiente reconocible por historiadores de la demografía, del urbanismo, de las religiones.
Nada importa. Esa, esta Alejandría, tiene vida propia, como el Londres de Dickens, el París de Hugo, Macondo, Comala, o las ciudades invisibles de Calvino. Un cosmos cerrado, que durante las primeras tres novelas resiste a duras penas los embates del mundo exterior, que se filtra poco a poco hasta que logra romper los diques y arrastra en una debacle bélica las vidas de los personajes que sobreviven hasta el cuarto volumen, que es en realidad el epílogo de una misma historia contada durante los primeros tres, desde diferentes puntos de vista y por distintas voces.
El pretexto que aduce Durrell en el prefacio a la segunda parte, Balthazar, es divertido y válido, aunque tal vez innecesario: pretende que su novela sea el reflejo, en la literatura, de la Teoría de la relatividad: “Tres partes de espacio y una de tiempo constituyen la receta sopera de un continuo”. Tiene el valor de admitir que quizá su pretensión sea exagerada y aun pomposa, pero cree que vale la pena intentarlo. Luego, en una frase suelta, libera la broma central de su prefacio: “el tema central de la obra es una investigación del amor moderno”.
¡Del amor moderno! Pobre intención, basada en una definición de la modernidad como simplemente aquello que ocurre en un presente, por definición huidizo, que se vuelve anticuado a las primeras de cambio. Mentira; se trata, en todo caso, de una investigación sobre el mismo amor de siempre, que parecería moderno precisamente porque estaba arraigado en lo antiguo, porque los personajes aman y padecen otras pasiones mientras el mundo se prepara para la catástrofe, y porque todos tienen otras cosas en qué pensar. Y porque, claro, no les queda otra opción más que tolerar el amor, ante la confusión de religiones, orígenes, culturas e ideologías que se mezclan en esa Alejandría de los años treinta.
El personaje central del libro, la ciudad, se revela como un universo: todo cabe en él, desde los epígrafes de Freud y Sade, lado a lado, hasta la ya mencionada teoría de Einstein, además de la diplomacia, la guerra inminente, la tensa convivencia racial, la contraposición entre la ciudad cosmopolita y el conservadurismo rural, y la desconfianza entre los personajes, que se transmite al lector que termina por descreer de todo.
Sade se hace presente desde el principio, en el nombre del primer volumen, que es el de uno de los personajes centrales y clave de la trama, Justine. Lo que para el rebelde Marqués representó los infortunios de la virtud, aquí se amplía para representar los infortunios del amor: el propio, el erótico, el identitario y el maternal. Justine, la judía egipcia, inaugura la verdadera vida para el primer narrador, cuyo nombre no aparece sino mucho después. Un británico joven, pobretón, que ha decidido ver un poco el mundo manteniéndose como profesor de inglés, y cuya vida transcurre más o menos como era de esperarse, hasta que se topa con esta encarnación de Lilith: la mujer fatal primigenia, esta vez de media de seda negra y tacón.
Ese primer volumen es por necesidad confuso, pues estamos accediendo a Alejandría de la mano de un narrador tan neófito como nosotros mismos. No tiene más recurso que contarnos lo que ve y sabe así, de primera o segunda mano, pero sin mayor contexto ni explicaciones. Todo lo que sabemos es que Justine se mueve en un mundo donde todos fingen, donde todos tienen —y los que no, les urge aparentar que tienen— agendas ocultas de la mayor gravedad. El pobre inglesito va y viene, es de pronto invitado a saraos magníficos y a tabernuchas míseras, recibe confidencias escandalosas que no alcanza a comprender, se enreda con la pobre Melissa, una bailarina mediocre y tuberculosa, y al mismo tiempo con Justine, que explota sin misericordia su ingenuidad. Y aquí vamos nosotros, de un lado a otro, conociendo a barberos enanos y jorobados, a coptos millonarios, a diplomáticos franceses erotómanos, a egipcios pedófilos, y a un médico y psicoanalista, judío y homosexual, líder de un círculo de estudio de la Cábala, que da nombre al segundo volumen ya mencionado: Balthazar.
Este se convierte, en el segundo volumen, en un meta-narrador. El profesor inglés nos cuenta lo que Balthazar le cuenta sobre los acontecimientos de la primera parte, algo así como “todo lo que usted no entendió sobre Alejandría, pero temía preguntar”, explicado, ni modo, por otro narrador no omnisciente ni mucho menos, sino protagonista directo de los acontecimientos. Como sea, este narrador tiene más hilos en la mano, y nos da más claves sobre qué ocurre y por qué, pero cada puerta que abre, lejos de llevarnos a la luz, nos revela aspectos más tenebrosos y crueles, nos hace desconfiar más de él mismo y de los personajes que pueblan Alejandría. Algo ocurre, pero los propios personajes no quieren que nos enteremos.
Nuestro profesor inglés se va desvaneciendo en la vorágine, al grado que pierde el estatus de narrador; la cámara se aleja y el tercer volumen, Mountolive, nos da un respiro: cuenta un cuento. El cuento de otro inglés, esta vez un diplomático que, érase una vez, llegó también a Alejandría y se enamoró de una mujer mucho mayor que él, y que andando los años se fue y volvió para convertirse en un personaje central de la trama, pero ya no solo de la trama íntima de la historia, sino de la más amplia de la Historia: la que tiene que ver con oficinas de gobierno, embajadas, papeles secretos, con intrigas y traiciones que conducen a guerras. Pronto nos damos cuenta de que las andanzas de los personajes, interesantes por sí mismas, tienen una dimensión política y social que no sospechábamos. Personajes antes marginales ocupan el centro del escenario, el proscenio incluso, y entre todos ellos destaca el que tal vez sea al mismo tiempo el más enigmático y el más esclarecedor: Henry Pursewarden. El escritor metido, como tantos otros, a diplomático, no por vocación de espía o, mucho menos, de amigable componedor, sino para sobrevivir. El hombre sabio que, por andar buscando la sabiduría, comete un error fatal que lo convierte en agent provocateur involuntario; el amante que comparte mujer con nuestro profesor inglés; el hermano de la ciega; el personaje, en fin, del que quisiéramos que Durrell hubiera escrito una biografía sin secretos.
Estos tres volúmenes son las novelas hermanas que narran (casi) los mismos hechos, que se traslapan, que giran y muestran lados distintos de un poliedro infinito. En ellos nacen, crecen y mueren, pero no se reproducen, otros personajes centrales e igualmente inolvidables (aunque a algunos sería mejor olvidarlos). Los hermanos Hosnani, coptos y millonarios: Nessim, el banquero guapo, el darling de toda Alejandría, el cornudo de Justine, y Narouz, el hacendado con el labio leporino y el paladar hendido que mata bestias con su látigo. Scobie, el policía travesti, el futuro santo de su barrio. Y Clea, quien da nombre al cuarto y último volumen, aquel de la dimensión espacial de Einstein, la verdadera y única secuela en la que reencontramos a los personajes, los que siguen vivos, claro está, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. El libro que abre en una pequeña isla griega, que contempla el regreso del antiguo profesor inglés a Alejandría, de la mano de una niña que no es suya y quizá de nadie más, y que es dominado por la luminosa figura de Clea, el espíritu de la libertad y del amor a la vez maduro y joven, de vuelta de la decepción y la muerte y aun así representante de la esperanza.
Los personajes del Cuarteto siguen su vida o su muerte, pero tras los cataclismos se queda flotando el personaje central: la ciudad. La ciudad fantasma que ya no existe, si existió, la que recorremos, no incansablemente, como reza el lugar común, sino las más de las veces con un cansancio de muerte, con un peso en el estómago, a veces huyendo de un prostíbulo infantil, otras presenciando procesiones inverosímiles junto al santuario de un amigo.
Todo cupo en Alejandría: todas las pasiones en todas sus modalidades, todos los tipos de amistad, todas las lealtades y todas las traiciones, las guerras y las paces, la confusión y los hirientes momentos de lucidez.