THE STREET OF CROCODILES. Bruno Schulz. Penguin. New York, 1977 (1934). 160 pp.
Schulz fue un polaco judío que daba clases de dibujo en Drohobych, Polonia (hoy Ucrania). Un solterón tímido y recluso que fue asesinado por los nazis, desde luego sin deberla, pero sí temiéndola, en 1942. El libro es excéntrico. Se ha dicho que es kafkiano/proustiano, pero no estoy de acuerdo. Ni es lucha contra lo absurdo-burocrático, ni ansia de recuperar “fielmente” el pasado. Es una colección de viñetas, seguramente autobiográficas, cuyo único hilo conductor es la presencia de su familia, sobre todo el padre excéntrico y maniático – de hecho, loco de atar – y la criada Adela, modelo de orden y eficiencia, aparentemente acosada por el padre.
El propio niño Schulz aparece, a veces como como participante y las más como testigo de los maravillosos – ya sea extáticos, terroríficos o absurdos – hechos que narra. Que vengan y me digan ahora que el “realismo mágico” lo inventaron en América Latina en los años de 1960. Pamplinas. Si acaso eso existe, Schulz ya lo estaba haciendo, solito, sin poses y con enorme calidad literaria, en la década de 1930. La belleza de la prosa schulziana es mucha. Se ha dicho, y creo que con razón, que sus esbozos son, o parecen ser, transcripciones de sueños. Creo que es una descripción correcta. En los sueños se mezcla lo “real” con conexiones absurdas, apariciones inoportunas, dislocaciones en el fluir del tiempo, paradojas y visiones.
El personaje del padre domina (y no es la única materia para el psicoanálisis que proporciona el libro, pero esa es otra historia). Orate iluminado, iracundo y sumiso, escondido por meses en armarios y rincones de la casona en la plaza central. Todo fluye y las cosas vuelan. Hay gloria y miseria. Hay testimonio y sueño. Hay evocaciones poéticas como “August”. Hay un episodio maravilloso en el que el padre colecciona y cría aves exóticas y coloridas en el ático, hasta que Adela, harta de la suciedad, las libera y convierte el cielo y los tejados de Drogobych en una selva de pájaros de mil colores. Hay todo un tratado sobre maniquíes, o “El segundo libro del Génesis”.
Hay un episodio de enorme ternura y humor sobre el descubrimiento de la amistad entre el niño Schulz y un cachorro al que nombra “Nimrod” (irónicamente, pues Nimrod es un mítico guerrero y cazador bíblico, constructor de la Torre de Babel). Está el capítulo sobre las “Tiendas color canela” (título original polaco del libro), probablemente, junto con partes de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, la experiencia onírica más maravillosa y tangible que he leído. El niño Schulz se pierde una función teatral al ir a buscar un suéter y se interna en un sueño – como todos – confuso y asombroso, vívido, en el que el tiempo se hace de chicle y el mundo gira al revés. “La calle de los cocodrilos” del título es el asomo al barrio bajo, a la posible perdición, al pecado potencial, a la ilusión de un mundo fuera del capullo de casita. “Cucarachas”, la loca obsesión final del padre. Y tres capítulos finales sobre acontecimientos que cimbran a Drogobych y su provinciana sociedad ida por siempre jamás: “El vendaval”, la “La gran temporada” y “El cometa”.
Para releerlo, una pieza totalmente original y personal. Torrentes de imágenes, poesía pura, una joya desconocida casi de un alma dotada, articulada, solitaria y llena de luz.
4 respuestas
Gracias, Memo!
Gracias, no conocía a este autor.
Gracias. Algo más para mi morral
¡Uyuyui, ya me urge releerlo!
Gracias por recomendármelo entonces y por recordármelo tan vívidamente con esta gran reseña.