En el principio fueron los dioses y los héroes; eran sujetos de sus favores o venganzas, simples mortales: pastores, agricultores y los primeros mercaderes. Guerreros también, muchos guerreros, y doncellas más o menos desvalidas. Poco a poco aparecen los artesanos: herreros, carpinteros (alguno padre putativo de un dios-héroe), tejedores y otros, pero casi siempre en calidad de actores de reparto.
Conocemos el destino de algunas ciudades: Sodoma y Gomorra, por ejemplo, o la grandiosa Atenas, o Alejandría, por citar algunos casos notables. Y de vez en cuando nos asomamos a lo que hacen algunas personas “comunes y corrientes” de esas viejas urbes, pero no suelen ser los protagonistas. No existe, pues, nada que se pueda llamar “clase media”: mucha gente que tiene resuelta (casi) siempre la comida del día siguiente pero no la del próximo año; mucha gente que se las arregla por sí misma, sin ser siervo, pero tampoco señor; mucha gente que vive de lo que sabe hacer, y que no es cargar, jalar o empujar; mucha gente que vive aferrada a una idea de sí misma como honorable, decente, y valiosa, incluso si en la realidad son unos pillos redomados, y cuya mayor ansiedad es perder ese estatus.
Con el tiempo, en la literatura, el foco comenzó a centrarse en este tipo de personas: ya no los nobles terratenientes ni los burgueses millonarios, pero tampoco los campesinos miserables, los obreros explotados o los mendigos. Que, por otro lado, son indispensables para que la clase media sea media entre algo. Por aquí, alrededor de nosotros, siguen los lazarillos de Tormes y las duquesas de Guermantes, pero justo es reconocer que la mayor parte de la gente que tratamos (y somos) pertenece a algo que se llama a sí misma clase media, por empobrecida que esté.
Porque la clase media es el espinazo de la ciudad: aquello que le da a la vez soporte y flexibilidad, que produce las cosas que usamos y los servicios que necesitamos. Los muy pobres rara vez son peligrosos o protagonistas: la historia les pasa por encima; los muy ricos son muy pocos y viven en sus mundos de fábula y alta tragedia: la historia les hace los mandados. Salvo, por supuesto, cuando las clases medias los mandan a la guillotina. Es ahí, pues, donde está la vida cambiante, la que pende de un hilo.
Y es la que James Joyce retrata con paciencia y objetividad no exenta de una mirada cariñosa o irónica, aquí y allá. Los pobladores de la ciudad viva: la que se tiene que levantar temprano a alzar una cortina metálica, a tomar un tranvía o a buscar ofertas de empleo en los diarios.
Como en la progresión que lleva desde el niñito balbuceante que luego será el artista adolescente, hasta las cavilaciones nocturnas de Molly Bloom, Joyce empieza por la infancia y va progresando con altibajos hacia la vejez, hasta el decimocuarto cuento de los quince que componen el libro. La mirada infantil, azorada ante los primeros encuentros con la muerte (“The Sisters”), la vejez (“An Encounter”) y el deseo (“Araby”), domina la primera parte del libro, enfatizada por las narraciones en primera persona que permiten eliminar cualquier punto de vista ajeno, cualquier explicación que difumine la mirada absoluta que absorbe esas primeras impresiones. Aquí está ya la característica central del libro: la obsesión por el detalle, la descripción minuciosa del entorno y la referencia máxima posible a la “ciudad real”: calles, parques, comercios, templos. La ficción acorralada ferozmente, perseguida por la realidad no solo de las cosas sino también de las personas que el joven Joyce conoció y que sirven, en muchos de los casos, como modelos de los personajes de esta ficción tan poco ficticia. Y que, sin embargo, presionada al máximo por la realidad, revienta sus costuras para iluminar aquello que solo la ficción puede revelar: los sentimientos, las aprensiones, las anticipaciones y las decepciones de las personas.
Una vez dejada atrás la infancia, Joyce recurre a la tercera persona para pintar la ansiedad del debate entre la ilusión y el miedo, en “Eveline”, la joven mujer que anhela dejar su sórdido presente, pero que teme a lo desconocido y por ello se aferra a ese Dublín sucio y pobre que, sin embargo, tiene sus cosas buenas, como se demuestra inmediatamente en dos relatos contrapunteados que tocan los extremos de la clase media: la que se codea con el jet set —aunque sea a un precio muy alto (“After the Race”)— y la que apenas saca el cuello por encima de la miseria, gracias a los favores de una criada y después de que uno de los protagonistas, Lenehan, se coma su dignidad en un plato de chícharos (“Two Gallants”).
Para cuando el lector llega a este punto, ya lleva bastantes kilómetros bajo los botines. El río Liffey ha pasado muchas veces bajo sus pies, en el incesante cruzar entre el sur bello y rico y el norte pobre y feo de Dublín. “Two Gallants” es particularmente peripatético —y por cierto patético a secas— y es el primer cuento de la serie en que los personajes se enfrentan ya no a situaciones propias de la infancia y la juventud, sino a lo que significa ser adulto y tener que ganarse la vida, si se le puede llamar así a lo que hacen Corley y Lenehan.
Lo que presenciamos después es un salto mortal, y a dónde conduce: en “The Boarding House”, un pobre hombre es atrapado en las redes del matrimonio, y en “A Little Cloud” las redes han terminado de cerrarse, asfixiando en su seno a la libertad y a las ilusiones que pasan precisamente como una pequeña nube vagabunda, que se va deshaciendo en el cielo de la paternidad, la oficina y las mensualidades de los muebles. Little Chandler, oficinista con sueños de grandeza literaria, se encuentra en un pub con su viejo amigo Ignatius Gallaher, periodista en Londres. Con arrogancia, Gallaher le cuenta de sus aventuras, de las mujeres de París, le restriega en la cara lo mucho que ha visto y vivido, para amargura del pobre Chandler, a quien los relatos de su amigo le reencienden las ilusiones de triunfo literario.
“Counterparts” y “Clay” son también retratos contrastantes: el primero hurga en la frustración y la violencia a la que esta da lugar, mientras el segundo muestra un día especial en la vida de una vieja lavandera que no necesita mucho para ser feliz. Llegado este punto del libro, una enorme moneda se desliza por la ranura y golpea el fondo de la conciencia del lector: ¡Joyce escribió estos cuentos entre los veintidós y los veinticinco años! Parecen, cada vez más, cuentos escritos por alguien mucho mayor, con más experiencia de la vida y con más cicatrices a cuestas. Tanto Farrington, el escribiente alcohólico e incompetente, como María, la lavandera, son personajes con al alma abierta en canal por Joyce, habitantes reales no solo de Dublín, sino de todas las ciudades del mundo. Piedras encimadas en el edificio de la sensibilidad y el poder expresivo del joven autor, que incluso se aventura en un asunto que muy poca gente puede siquiera intuir en la juventud: dejar ir la última oportunidad para el amor, de manera definitiva, como hace para su desgracia Mr. Duffy en “A Painful Case”.
Mientras tanto, en lo que la gente bebe, convive, ama o deja ir el amor, hay otra actividad que ocurre en la ciudad, y que Joyce también retrata: la política. Pero nuestro autor no se ocupa ni de las grandes ceremonias del Estado o las decisiones que marcan a los pueblos, ni de los asesinatos y sobornos que determinan sus puntos más bajos, sino del tedio y la pequeñez que caracterizan a esta actividad de manera cotidiana. “Ivy Day in the Committee Room” nos ubica en un frío y miserable “cuarto de guerra” electoral, donde las preocupaciones políticas se mezclan con las más inmediatas de cobrar, comer y educar a los hijos.
Asunto este último que, para la clase media en general, y en este caso para la señora Kearney en particular, presenta lo que quizá sea su dilema central: cómo mantener aparejadas a la necesidad y a la dignidad en “A Mother”. Análisis incisivo, si los hay, de la ansiedad que implica la mezcla entre algo de cultura, muy poco de dinero, y mucho de orgullo. Y de cómo la mezcla es por demás turbulenta.
Más aún si se la combina con altas dosis de alcohol, como ocurre a Mr. Kernan en la satírica “Grace”, borrachín que tropieza en las escaleras al bajar al baño en un pub, y que sufre, primero, la indignidad del beodo al que hay que ayudar a subir a su cuarto, y luego la maldición de verse acosado por la esposa y los amigos que lo quieren ver redimido —horror— con una cura de ejercicios espirituales para hombres de negocios.
En fin, se acercan la Navidad, el fin de año y la Noche de Reyes (Epiphany), y con ellos el tradicional baile de las señoritas Morkan tras el cual Gabriel Conroy tendrá su propia epifanía, el momento al principio doloroso, y ojalá propiciatorio, de autoconocimiento y de reconocimiento a su esposa como un ser más complejo y profundo de lo que parecía. Es difícil glosar “The Dead” sin caer en lugares comunes, pero nunca sobra decir una vez más que se trata de una de las cumbres de la narrativa en cualquier idioma. Pocas veces se es fiel a la vida como lo es Joyce en este cuento largo o novela corta a la que nada le falta ni le sobra.
Mientras la madrugada avanza y Gabriel Conroy, con los brazos cruzados bajo la cabeza, contempla la vida, la ciudad se dispone a otra jornada de lucha y búsqueda. En el número 7 de Eccles Street, un publicista medio judío se levanta y comienza a preparar el desayuno, antes de salir a vivir un día más en la historia del mundo, en este caso el 16 de junio de 1904. De los esbozos de Dublineses crecerá el relato ya mítico de las aventuras de Leopold Bloom y Stephen Dedalus en ese Dublín pobretón pero habitado por seres que se rehúsan a hundirse en la nada, dispuestos a hacer de cada día un jalón más en la persecución de la dignidad y, en una de esas, la felicidad. ~