LA ROMANA. Alberto Moravia. Argos Vergara. Barcelona, 1980 (1947). Traducción de Francisco J. Alcántara. 381 pp.
La principal característica de esta, la novela más conocida de Moravia, es lo convincente que resulta la voz narrativa de Adriana, la entrañable protagonista de esta historia, que da por resultado la creación (autocreación) de un personaje complejo emocionalmente, con un intelecto lo suficientemente agudo para reconocer y superar las limitaciones de su educación. Lo admirable es cómo las supera: no por medio del cinismo o la arrogancia anti-intelectual, sino de la humildad sublimada en certidumbre sobre la superioridad de la compasión y la esperanza respecto del poder, el dinero y la instrucción. Adriana atraviesa el infierno del machismo y la pobreza, de la destitución social y la vergüenza, anclada en una humanidad inalienable precisamente por ser el único refugio para la cordura y la lucidez.
La acción transcurre en la Roma oprimida, sucia y pobre del fascismo, entre 1935 y 1936, previo recuento de la infancia solitaria y triste de esta huérfana de un empleado ferroviario, que vive con su amargada madre en un departamento para obreros, en un barrio de medio pelo. Guapa y precozmente voluptuosa, Adriana es empujada por su madre, desde los 16 años, a ser modelo de desnudos para pintores mediocres (oficio ejercido por ella misma en su juventud). De ahí, piensa la viuda, Adriana debe sacar amantes ricos que la(s) mantengan, y convertirse en cortesana profesional. Fracasa, tanto por fatla de vocación como por buena suerte, es decir, porque los pintores la llegan a respetar. Observando un barrio rico vecino al suyo, Adriana aprende desde chica que la felicidad por el estatus es un objetivo en permanente movimiento: “cada uno pone su propio paraíso en los infiernos de los demás”. En sus andanzas de modelo, Adriana conoce a Gisella, una cortesana menos guapa, pero más ambiciosa y diestra. Por envidia, por revancha o por simple amoralidad, Gisella hace todo lo posible por arrastrar a Adriana al fango de la prostitución en que ella se ha hundido. Lo logra, porque tristemente es la única amiga que tiene, porque la madre la anima a ello, y porque no hay alternativa: la otra opción es coser y remendar ropa barata, como su madre, y dejar la vida en esa miseria.
Al mismo tiempo, Adriana conoce a Gino, un guapo chofer de ricos, seductor frío y taimado que la engaña con la promesa de una boda imposible, y que la viola en casa de sus patrones. En una segunda ocasión, buscando poner a prueba a Gino, Adriana exige que el coito se realice, no en la pobre guarida del chofer, sino en la suntuosa recámara de los patrones, de donde Adriana roba una joya que jugará un papel crucial en el resto de la trama.
Entre citas con Gino, Adriana acepta ir de día de campo con Gisella, su amante rico y otro hombre, el feo y patético Astarita, funcionario de la policía secreta de Mussolini. Astarita es una caricatura, no por ello menos fiel a la realidad, de los fascistas: arrogante y cruel en los corredores del poder; abyecto y gemebundo ante la verdadera dignidad. Forzada a acostarse con Astarita, Adriana acepta por primera vez dinero: el acto de recibirlo la excita y complace, al mismo tiempo que la avergüenza e indigna. Es esta ambigüedad ante su oficio lo que le da credibilidad a la historia, que deja atrás el estereotipo de la pobre chica abusada para internarse en los recovecos de la psique. Tras acostarse con su siguiente cliente, el insufrible y estúpido Giacinti, Adriana acepta su realidad: “Soy una puta”.
Astarita se convierte en su esclavo, algo providencial para Adriana porque es la única persona con poder para ayudarla. Adriana, incluso cuando siente repulsión, se rehúsa a juzgar y condenar: “…nunca hay nada de extraño en las personas. En cuanto se intenta comprenderlas se descubre que su conducta, aunque insólita, se debe a algún motivo perfectamente plausible”. Es empática, a veces a su pesar.
A su colección de amantes regulares, Adriana suma al siniestro y depresivo Giacomo, un estudiante cuyas actividades subversivas la meten en aprietos, y al delincuente sádico Sonzogno, quien le devuelve la joya y le cuenta que su robo ha llevado a la cárcel a una mucama injustamente acusada. Las gestiones de Adriana para liberar a la mucama desatan el violento final, con arrestos, balaceras, crímenes, un suicidio y un embarazo. En otra vuelta de tuerca genial por sutil, Moravia concluye con un rayo de esperanza debido enteramente a la sólida moralidad, al valor y a la inquebrantable sed de felicidad de la admirable protagonista.
El neorrealismo italiano de la posguerra dejó pocos testimonios de la posibilidad de superar la miseria, económica y moral, por la integridad y la dignidad. Este es uno de ellos y quizá por eso se distingue dentro de esa corriente cruda y despiadada en su precisión y desencanto.
7 respuestas
Gracias por el estupendo comentario
¡Excelente la forma de sumergirnos en la historia, en el tiempo y momentos de los protagonistas, a través del impecable relato! Felicidades, Guillermo.
¡Excelente reseña! Con ganas de buscar y ver la película.
¡Felicidades!
“cada uno pone su propio paraíso en los infiernos de los demás”.
que mas se puede decir!!!
Muy buen resumen como siempre Guillermo Maynez, un gusto leerte
Muchas gracias por esta estupenda reseña, habrá que leer este libro.
Gracias Guillermo
Como siempre, tus crónicas son un deleite pegadas a realidad