UNDER THE VOLCANO. Malcolm Lowry. Harper Perennial. New York, 2007 (1947). Introducción de Stephen Spender. Postfacio de William T. Vollmann. 402 pp.
¿Qué es el Cónsul, Geoffrey Firmin, una figura trágica, un miserable vicioso, un hombre sin voluntad ni dignidad, un héroe del individualismo, un supremo egoísta, todo eso, nada de eso, otra cosa? La novela deja al lector sacar sus propias conclusiones, si es que llega a alguna. Lo indudable es que se trata de una de las novelas mayores del siglo XX, que aprovecha muchas de las técnicas vanguardistas de las décadas precedentes, no para un alarde de virtuosismo (que lo es por añadidura), sino para una exploración profunda en las psiques de sus tres personajes centrales, con una prosa significativamente (es decir, pertinentemente) cargada de alusiones históricas, míticas, artísticas y místicas que, junto a una escritura brillante y rica, le dan densidad bienvenida a esta historia de caída sin redención posible.
Tras un proemio desarrollado el Día de Muertos de 1939 (con Europa ya sumida en la Segunda Guerra Mundial), en el que el Dr. Arturo Díaz Vigil y el cineasta francés Laruelle conmemoran el primer aniversario de la muerte del Cónsul, la acción regresa a ese día fatal. No hay suspenso ahí, puesto que ya sabemos que el Cónsul morirá, sino en el modo y el porqué. Tras la expropiación petrolera de Cárdenas, ese mismo 1938, el Cónsul está, para todo efecto práctico, desempleado, aunque conserva casa y salario en Cuernavaca (Quauhnáhuac). Ese día, temprano por la mañana, el Cónsul espera a Yvonne, la joven esposa que lo ha abandonado, y cuyas cartas no ha respondido. Está en un bar del centro, bebiendo como siempre que no duerme. Yvonne regresa por preocupación y por amor, un amor que no parece justificado, salvo quizá por la historia familiar de la mujer, que se nos va revelando (como las del Cónsul y su hermano Hugh) a lo largo del relato por medio de las intensas introspecciones de los personajes. El caso es que está de regreso y, juntos, se van a la lujosa casa del suburbio de Cuernavaca. Al poco tiempo llega Hugh, el hermano menor, también angustiado por la situación del Cónsul, cuyo alcoholismo está fuera de cualquier control. El resto de la novela transcurre en ese mismo Día de Muertos, un día onírico, eterno y abrupto a la vez.
La larga mañana pasa en dos planos. Mientras Yvonne y Hugh se van a conversar y pasear a caballo por los alrededores, el Cónsul pasea por el jardín, escuchando las voces que ya pueblan su mente y que, alternadamente, lo acusan y justifican, en un juicio perenne. El Cónsul va a la orilla del jardín, donde ha enterrado una botella de tequila, con la previsión propia del adicto. Tiene una escena desagradable con su puritano vecino, habla solo, contempla el jardín y luego, de pronto, se encuentra sentado en el baño, viendo alimañas surgir de techo, paredes y piso, y prediciendo la guerra. Al mismo tiempo, Yvonne y Hugh (que pueden, o no, haber sido infieles al Cónsul en el pasado) recorren los alrededores, encontrando al paso personajes, situaciones y temas de conversación que regresarán por la tarde, ominosamente cargadas. Al volver, ayudan al Cónsul a acostare. Es entonces cuando conocemos a Hugh quien, sentado en el porche, rememora su historia. Es medio hermano, mucho menor, del Cónsul, nacido como él en India y huérfano a muy temprana edad. Ha querido ser un guitarrista famoso y se ha alistado en la Marina inglesa. Luego, en Cambridge, se hace sionista (sin ser judío) y ahora su dilema central está en decidir si debe irse de voluntario a España o no. Este tema es crucial en la novela y puebla muchas de las conversaciones. ¿Sirve de algo? ¿Puede el individuo alterar el curso de las impersonales fuerzas de la historia? ¿Existe este individuo como tal? ¿Es heroísmo o narcisismo, eso de inmolarse en una guerra civil que, para 1938, luce perdida’
Luego, Hugh ayuda al Cónsul a rasurarse y vestirse: “…se le ocurrió que el pobre tipo podría estar, a fin de cuentas, en las garras de lago contra lo cual sus notables defensas de poco podrían servirle”. Hugh revisa los estantes del hermano, que supuestamente está escribiendo un tratado sobre alquimia, esoterismo y Cábala. ¿Puede ayudarlo? Algunas frases me recuerdan a Henry James: “Porque la utilidad de Hugh se había agotado, su “plan” sutilmente minado por pequeñas circunstancias, de las cuales su propia presencia no era la menor”. La idea es ir a pasar la tarde-noche al pueblo ficticio de Tomalín, pero en el camino se topan con Laruelle (con quien el Cónsul sospecha que Yvonne le ha sido también infiel, pero con él todo es dudoso). Las escenas ahí son incómodas y otra vez ominosas, pero luego los tres se vana la Plaza de Armas, donde hay una feria: episodio de pesadilla.
Luego, todo es ya cuesta abajo: el largo trayecto en autobús, durante el cual se bajan a “ayudar” a un indio agonizante; el extraño comportamiento de los mexicanos ante la escena, que quizás no sea tan extraño: “Nadie podía ser más valiente que un mexicano, pero claramente esta no era una situación que exigiera valor”. Van a la Arena Tomalín, donde hay una tienta de novillos: espectáculo horroroso, cruel, primitivo y salvaje, que Yvonne contempla petrificada mientras recapitula su historia, azarosa y traumática, y sueña intensamente con una cabaña junto al mar, en Canadá, donde un Geoffrey sobrio escribe en paz y juntos contemplan la naturaleza… Hugh se sube a un novillo, mientras Yvonne y el Cónsul tienen su único momento de intimidad, el único instante de esperanza. Pero luego el Cónsul comienza a beber de nuevo.
Vana comer al Salón Ofelia. Mientras los otros se bañan en a cascada, el Cónsul bebe y piensa en todas las botellas que ha consumido, una de las cuales se debe haber llevado la clave de su identidad. Durante la comida, el Cónsul se va al baño, donde lee un folleto sobre Tlaxcala, el cual comenta luego mientras Hugh discurre sobre el comunismo y el cristianismo, el determinismo y el idealismo. El Cónsul sigue perdiendo el control, reprocha la supuesta infidelidad, se va solo. Y luego Yvonne y Hugh lo buscan, ella ve las constelaciones, caminan de noche por la selva, aparece un caballo, el mismo de la mañana, y el Cónsul, en la cantina El Farolito, recibe las cartas viejas de Yvonne, es abordado por la “policía”, aparece una prostituta, una sibila, más voces y presencias, todo gira… “Amo el infierno, no puedo esperar más para regresar a él”. Un descenso vertiginoso a ese infierno.
Un comentario
Esplendida reseña. Confieso haber tenido un tinto a la mano todo el tiempo en que dura ese camino al despeñadero.