THE CROSSING. Cormac McCarthy. Vintage. New York, 1995 (1994). 426 pp.
Es muy probable que McCarthy sea el mejor escritor norteamericano de los últimos cincuenta años. Completamente ajeno a modas, manerismos, escuelas u ortodoxias, su voz no es “generacional”, sino atemporal, una exploración del lenguaje con un estilo propio. Buscándole con empeño alguna genealogía, podría pensarse en Hemingway, por las frases cortas, el ambiente esencialmente agreste y masculino, y la rudeza de los personajes, pero hay tres diferencias fundamentales: los personajes de McCarthy no posan para el escritor-retratista, no pretenden demostrar nada, sino acaso sobrevivir física y emocionalmente; esas frases breves y secas, en los momentos adecuados, toman vuelo lírico y dejan escapar el vapor acumulado; y por último, sus historias superan el carácter de reportaje o testimonio, para acceder al mito y la fábula. Sus personajes son seres solitarios de la manera más esencial. El escenario del western no es una tierra de aventuras, sino una hostil, contrapunteada apenas por momentos de solidaridad, hospitalidad y ternura.

Esta es la segunda novela (pero independiente) de la Trilogía de la Frontera. El protagonista es Billy Parham, de dieciséis años al comienzo. Vive en el condado de Hidalgo, en el rincón suroeste de Nuevo México, con sus padres y su hermano menor, Boyd, de catorce. Es 1940 y la vida en el rancho transcurre lejos de la Historia. Es básicamente la misma vida del siglo XIX, con poca tecnología moderna; una vida de trabajo duro, pocas palabras, cariño paternal, pero contenido, severo. El detonador de la novela es el encuentro con un indio taciturno y hostil, y luego el descubrimiento de que una loba merodea llevándose animales de la granja. Es necesario atraparla y matarla, como se ha hecho ya casi hasta la extinción con sus congéneres. Pero la loba burla todas las trampas. Billy visita a Don Arnulfo, un viejo sabio que tiene un cebo especial: “Le dijo que el lobo es un ser de un orden superior, que sabe lo que los hombres no: que no hay un orden en el mundo, excepto el que ha puesto ahí la muerte”.

Toda la primera parte concierne al viaje de Billy, una vez que atrapa a la loba, para regresarla a su hábitat en Sonora. La loba es por sí misma un personaje de la novela: McCarthy (y Billy) se meten en su mente. Billy se va sin despedirse. Las descripciones de la interacción entre el chico y la fiera son conmovedoras y fascinantes: un atisbo del milenario proceso de hermanamiento entre ambas especies. Una vez en Sonora, bajan desde Agua Prieta hasta Bavispe, donde unos policías rurales arrestan a Billy y confiscan la loba. Libre, Billy la sigue hasta una feria en la que hay menonitas, yaquis, apaches y tarahumaras. El final de esta parte llega tras muchas peripecias; es desgarrador y poético: “El ojo vuelto hacia el fuego no reflejaba la luz y él lo cerró con el pulgar y se sentó junto a ella y puso la mano en su frente ensangrentada y cerró los ojos para poder verla corriendo en las montañas, corriendo bajo las estrellas…”.

De regreso, tras semanas en el monte, se encuentra en un pueblo en ruinas a un ermitaño que le cuenta una historia teológica, evidencia de la imposibilidad de escapar al Destino y a un Dios implacable: “ver a Dios en todas partes es no verlo en ninguna”. Esta historia es crucial para la conciencia de Billy, además de una parábola de rara profundidad y una meditación sobre el oficio de narrar: “La tarea del narrador, dijo, no es sencilla. Aparentemente es necesario que elija su historia entre las muchas posibles. Pero por supuesto no es así. La tarea es más bien hacer muchas historias con la única que hay”.

Al llegar a casa todo ha cambiado para siempre, y Billy decide regresar a México con Boyd, en busca de unos caballos robados. Los chicos pasan meses entre Sonora y Chihuahua, entre tarahumaras y mormones, en Paquimé y Casas Grandes, en encuentros peligrosos con cuatreros, rancheros y delincuentes. Rescatan a una chica y la incorporan al grupo, lo que tendrá consecuencias insospechadas. En la hacienda San Diego ya en ruinas y antes de Luis Terrazas, encuentran la hospitalidad fraterna de los peones, así como una caravana teatral. Este lugar será su refugio ocasional y proporciona varias de las escenas más memorables. Después de que Billy lesiona a un jefe de bandidos, se convierten en fugitivos y luego deben separarse por un incidente casi fatal. Billy se refugia con un ciego y su familia, quienes le cuentan su historia, que explica una verdad desconsoladora: “Dijo que los malvados saben que, si el mal que hacen es lo suficientemente horroroso, los hombres no se atreverán a denunciarlo”.

Eventualmente, Billy tendrá que volver solo a Nuevo México, donde trata infructuosamente de alistarse en el ejército para la Segunda Guerra Mundial. Todavía hay un último viaje a Chihuahua, en una misión fúnebre que lleva el relato a lo mitológico, en escenas de una belleza indescriptible. Después tendrá que seguir la vida. Muy pocas novelas mueven las entrañas y se arraigan en el corazón como esta.