THE GOLOVLYOV FAMILY. Mikhail Saltykov-Shchedrin. NYRB. New York, 2001 (1880). Traducción de Natalie Duddington. Introducción de James Wood. 334 pp.
Esta extraña obra maestra, casi una novela de culto, es quizá la más sombría y pesimista de la literatura rusa, que ya es mucho decir. Más extraña aun, porque en la terrible historia se cuela un sentido del humor, negro por supuesto, que hace mofa de la sociedad rusa, y de la condición humana en general, de una manera muy indirecta, puesto que la acción se desarrolla en una inmensa propiedad rural aislada del mundo, solitaria, helada y oscura, en medio de la nada, de la nada geográfica, cultural y emocional.
Cuando comencé a leer literatura rusa, de muy chico, pensaba que todos los rusos estaban locos: esa vieja impresión no puede sino renovarse (aunque sé que es falsa) leyendo la historia de los Golovlyov, perturbadora colección de personajes vacíos, pero no frívolos y alegres, sino desolados, atormentados y torcidos. Empieza en la década de 1850 en Golovlyovo, la finca en cuestión. Arina Petrovna tiene sesenta años, es una mujer de origen plebeyo, casada con un inútil ermitaño, alcohólico, que escribe verso libre y con el que apenas tiene contacto, siempre hostil. Arina es, más que dominante, tiránica, sin amigos, dedicada de tiempo completo a adquirir más propiedades y riquezas, que desde luego no disfruta. Sus cuatro hijos son una decepción. Styopka, el mayor, es un payaso, un paria que ha malbaratado la casa en Moscú que la madre le había comprado para mantenerlo alejado pero protegido. Ahora regresa al “hogar”, quebrado en todos sentidos. Anna, la hija, muere joven después de haber huido con un soldado que la abandona, dejando dos hijas gemelas que crecen entre la soledad y la indiferencia de su abuela, que las ve como un estorbo. Porphyry, llamado por todos “Iudushka” (pequeño Judas), vive en San Petersburgo como funcionario civil; está casado y tiene dos hijos. Pavel, el menor, también vive en la capital, como soldado, y es un hombre “sin ninguna característica”.
Así que Styopka ha vuelto y Arina convoca a sus otros dos hijos a un “consejo de familia”, espurio desde luego, pues como siempre, impone su voluntad. Styopka vive virtualmente prisionero en una cabaña de la propiedad, donde se mata de alcoholismo. Esta sección describe a detalle el horroroso proceso de autodestrucción: las temblorinas, las alucinaciones paranoicas, el delirium tremens y las resacas mortales. Cuando muere, su madre simplemente dice que eso es lo que le pasa a los malos hijos.
Diez años después mucho y nada ha cambiado: los siervos han sido liberados en 1861, pero no tienen a dónde ir ni qué hacer, así que siguen empleados en la finca, sólo que más insolentes. Pavel ha regresado a Dubrovino, la finca adjunta, donde pasa sus últimos años, también muriendo de alcoholismo. Ahí viven también las huérfanas (que se quedan desamparadas porque Pavel se niega a hacer testamento). Cuando se acerca su final, llega Iudushka con su familia. El supremo simulador escenifica una farsa patética con su acostumbrada lambisconería cínica (“querida amiga mamá”) y luego procede a apoderarse de todo, instalarse en Golovlyovo y y exiliar a Arina y las chicas a Pogorelka, una pequeña propiedad que Arina le había regalado a Anna. Cuando las dos jóvenes se van para convertirse en actrices, Arina se queda sola en la casa, viviendo en la miseria, sola y medio loca.
Cinco años después, en 1874, se ha desarrollado una nueva situación: Arina visita con frecuencia a su hijo, que vive (ya viudo) en amasiato con Yevpraxeya, una campesina-sirviente simple y bondadosa. Los tres juegan cartas y lo pasan “bien” en la casona dominada por el insufrible pedante Iudushka. Aquí, Shchedrin se detiene para reflexionar sobre este personaje. ¿Es un hipócrita? Sí y no. No, ciertamente, a la manera francesa. Iudushka no es un Tartufo con un alto discurso moralino: “No, era un hipócrita de un tipo exclusivamente ruso, es decir, simplemente un hombre desprovisto de cualquier parámetro moral”. Los franceses son hipócritas conscientes; para ellos, todo es una farsa: “la hipocresía evita que la sociedad dé rienda suelta a pasiones desenfrenadas, reservadas a LA casa de la risa: una minoría minúscula”. Pero no es así en Rusia: “No necesitamos ser hipócritas para aparentar que cumplimos con ciertos principios sociales básicos, puesto que no tenemos ninguno… y así, Iudushka era un tramposo, un mentiroso, y un charlatán idiota, no un hipócrita”.
En el aniversario del suicidio de Volodya, el hijo mayor de Iudushka, se presenta inesperadamente el otro, Pétenka, pidiendo dinero porque ha malversado fondos del ejército y está a punto de que lo manden a Siberia. Cuando Iudushka se lo niega, se suscita una escena terrible. El padre se limita a echarle sermones estúpidos. Iudushka no piensa, se limita a enunciar un repertorio de proverbios acedos, y eso es todo: “parecía estar rodeado de palabrería vacía”.
De ahí en adelante todo es decadencia: Yevpraxeya da a luz un hijo que le es arrebatado; Anninka regresa tuberculosa, hecha una ruina; el ahora viejo Iudushka se hunde en la soledad completa y la locura, descrita sin concesiones: la religiosidad puramente supersticiosa y amoral, las alucinaciones, los monólogos demenciales. No hay esperanza en ese mundo, no hay arte ni amor, no hay nada más que una obra magistral de exploración psicológica en plan de gran literatura (subvaluada).
2 respuestas
Una familia de tantas, sin duda alguna
Me recordó mucho Las Uvas de la Ira de John Steinbeck, nada más que esta familia está totalmente en la miseria sufriendo los estragos de la depresión en EEUU . Salen de su lugar de origen buscando nuevos horizontes y solo encuentran más miseria, desolación y la muerte de algunos de ellos. Termina la novela como empezó, sin ninguna esperanza de mejorar.