Europa en el Infierno: La Guerra de los Treinta Años, de Geoffrey Parker (editor).

Escena de la Guerra de los Treinta Años en el noreste de Francia. www.myfrenchroots.com
Las guerras religiosas del siglo XVI, concentradas en algunas regiones, hicieron metástasis en el XVII, gracias en buena parte a la fragmentación política de Europa central. El resultado fue un adelanto de las guerras mundiales del XX, y la que quizá sea la guerra más destructiva, en proporción, de ese continente hasta la fecha.

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LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS. Geoffrey Parker (editor). Machado. Madrid, 2014 (1984). Traducción de Daniel Romero. 402 pp.

Diez historiadores especializados colaboran en este libro, aunque la mayoría de los capítulos fueron escritos por el también editor, Geoffrey Parker. Es, entonces, una obra rigurosa y sistemática, si bien escrita con el talento narrativo que no es infrecuente en la academia anglosajona. Sería muy largo hacer un resumen cronológico de esta guerra tan enredada, por lo que apunto sólo sus características e hitos principales.

La guerra 1618-1648 fue, en proporción a la población, el conflicto más destructivo que ha vivido Europa; de hecho, fue una proto-Guerra Mundial, pues hubo acciones bélicas en varios continentes, en el marco de la disputa colonialista europea. No fue, en realidad, una sola guerra, sino un conjunto de conflictos que se fueron eslabonando en una sola lucha por la hegemonía en Europa y sus colonias. Un aspecto muy importante es que lo que, sin duda, comenzó como un conflicto religioso, se fue contaminando de aspectos dinásticos, económicos y geoestratégicos, que lo hicieron más embrollado. No obstante, lo que dificultó llegar a acuerdos fue la dimensión religiosa: uno puede ceder y pactar fronteras, ámbitos de influencia y rutas comerciales, pero no el predominio de la única doctrina divina y verdadera.

Mapa religioso de Europa Central antes de la guerra. www.britannica.com

El detonador, desde luego, fue la Reforma protestante de 1517, que no dejó de provocar guerras religiosas a lo largo del siglo XVI. En 1607 ocurrió la rebelión de Donauwörth, que dio pie al año siguiente a la fundación de la Liga Protestante; su contraparte católica se fundaría en 1609 en Baviera. Europa, y sobre todo el ámbito germánico, estaba dividida en más de mil unidades políticas más o menos independientes. El Sacro Imperio Romano Germánico era una tenue capa institucional que cobijaba, a duras penas, miríadas de ducados, principados, reinos y ciudades libres; en su seno, además, había todo tipo de variantes cristianas. Las diferencias religiosas provocaron que la Dieta imperial dejara de sesionar entre 1613 y 1640, dejando al imperio huérfano de su espacio oficial de negociación.

La chispa estalló en Praga, el 23 de mayo de 1618, con la “defenestración”, protesta de los reformados que escaló a guerra en Bohemia, ámbito focal de la lucha hasta 1621. Hubo tres momentos críticos subsiguientes: 1) la implicación, en 1619, de Federico V del Palatinado (protestante) y de España (católica); 2) la invasión sueca de Pomerania (que abrió un flanco oriental al imperio); y 3) la Paz de Praga de 1635, que dejó a los extranjeros como única oposición a los Habsburgo y, en consecuencia, los obligó a ampliar su participación.

La defenestración de Praga, 1618. www.britannica.com

¿Por qué la revuelta en Bohemia se salió de control? Porque había la percepción de que una derrota ahí acabaría con el protestantismo en el centro de Europa, dejando aisladas a Holanda, Inglaterra y Suecia. Además, sería la consolidación total de los Habsburgo, lo que perjudicaba adicionalmente a Francia y al Papa. El papel de España fue crucial, pues su casa real, los “Austria” era tan Habsburgo como la austríaca y se vio obligada a ayudar a sus parientes (y correligionarios). España, además, estaba en guerra contra Holanda en Flandes; Francia tenía sus propias revueltas hugonotas; y todos peleaban por controlar Italia, donde el Papa se defendía con sus propios ejércitos.

Fernando II de Habsburgo. Wikipedia.

Era, pues, un batidillo de intereses, alianzas constantemente cambiantes y multiplicidad de actotes relevantes. Entre estos últimos hay varios que destacar. El más importante es de los menos famosos: el emperador Fernando II, un fanático (él sí más papista que el Papa, que por lo demás era su enemigo) cuya obcecación e intransigencia fueron el principal motor del conflicto. En la acera de enfrente, Federico V del Palatinado, cuya terquedad en asumir el trono de Bohemia puso los pelos de punta a los españoles, provocó su envío de tropas al Rhin y, en consecuencia, hizo que la guerra se expandiera. Richelieu, primer ministro de Francia desde 1624, un estratega genial, tanto en lo militar como en lo diplomático, quien sin embargo estuvo a punto de ser cesado por sus tropiezos en la guerra. El Conde-Duque de Olivares, el valido de Felipe IV, que batallaba en muchos frentes (Flandes, Alemania, Italia, América), de los cuales el más peligroso era el doméstico. Wallenstein, el súper general de los Habsburgo, asesinado cuando negociaba por su cuenta con los suecos. Gustavo Adolfo de Suecia, que desató el pandemonio en el este y murió en batalla.

Armand Duplessis, Cardenal Richelieu. Wikipedia.

Agotados los combatientes, con Europa diezmada y destruida (sobre todo Alemania), entre 1646 y 1648 se negociaron acuerdos de paz, cristalizados en las 128 cláusulas de la Paz de Westfalia. Entre los principales resultados destacan: la emergencia de Francia y Suecia como claros vencedores; el debilitamiento irreversible de los lazos entre España y Austria; innovaciones estratégicas y tácticas; pero sobre todo la propia Paz de Westfalia, base duradera del sistema político de Europa central hasta las guerras napoleónicas. Hubo una secularización de la política y las relaciones internacionales al hacerse patente que mezclar la religión sólo complicaba las cosas exponencialmente. Como dice el texto: “Nunca más, ni la religión ni el imperialismo de los Habsburgo volvieron a producir allí un conflicto importante”.

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