Esta encantadora novela introduce en la literatura norteña de México (tan dominada por el narco y la violencia desde hace décadas) elementos mágicos, pero no los del «realismo mágico» tropical, sino los de la imaginación literaria y sus facultades redentoras. La violencia y la corrupción policíaca no están ausentes: tanto el principio como el final están marcados por hechos violentos, pero el foco de la narración no está en su descripción, sino en las extrañas coincidencias y misteriosas correspondencias que sorprenden a todo lector atento.
La acción se desarrolla en un pequeño poblado de Nuevo León, Icamole, cuyo único papel en la historia patria consiste en haber sido teatro de una derrota de Porfirio Díaz, en 1876, que le valió el apodo de «El Llorón de Icamole». Los cadáveres de sus soldados todavía aparecen bajo la tierra, de vez en cuando, y hay un santuario dedicado a la memoria de uno de ellos, en el que una urna sagrada contiene su última carta, escrita a su amada.
El pueblo pasa por una sequía terrible, aliviada diariamente por Melquisedec, un tipo que acarrea toneles de agua, en un carro de mulas, desde la vecina Villa de García. El único habitante al que todavía le queda algo de agua en su pozo es Remigio, un joven solitario y huraño. Un día encuentra en el pozo el cadáver de una niña ajena al pueblo. Perplejo, y temeroso de que lo acusen del asesinato, recurre a su padre, Lucio, un viudo excéntrico y también solitario, que funge como bibliotecario aún después de que la biblioteca ha sido oficialmente descontinuada por falta de lectores. Carente de sueldo, Lucio pasa hambre, pero es demasiado orgulloso para pedir ayuda. Pasa los días abriendo las cajas de libros, pero es un lector sumamente severo en sus juicios: cuando uno le gusta, lo acomoda en los estantes; cuando no (la mayoría de las veces), lo tira a un cuarto clausurado, donde lo devoran las cucarachas. Todas las obras que se mencionan son ficticias y constituyen un gran atractivo de la novela, un catálogo de libros posibles, algunos absurdos y otros atractivos como ideas. De tanto leer, Lucio ha acabado por confundir literatura y realidad, y este es el tema principal. De hecho, practica una suerte de bibliomancia. Por medio de la descripción de estas obras, Toscana hace una deliciosa sátira de la mala novela.
Cuando Remigio le describe su predicamento, Lucio da con la clave: se trata de Babette, la niña protagonista de una novela, que desaparece misteriosamente durante la Revolución Francesa. Luego, Lucio recurre a otra novela para aconsejarle a su hijo que entierre a la niña debajo de un aguacatero.
Melquisedec anuncia que la policía anda buscando a una niña de Monterrey, extraviada en García. Poco después llegan los agentes a investigar, y se llevan preso al pobre aguador. Aparece también la madre de la niña, una mujer guapa y lectora que establece un vínculo intelectual y emocional con Lucio, por sus lecturas compartidas. Es la literatura lo que lleva a «aclarar» el misterio y a proveer la redención de los protagonistas, completada por la llegada, al fin, de una lluvia torrencial que salva al pueblo.
La novela es perfecta: Toscana acierta en la elección del lugar, los personajes, la trama y el tono, pero sobre todo en haber ideado una biblioteca fantasma, metáfora de la literatura universal con sus virtudes y vicios, que lleva aire fresco al ambiente claustrofóbico y angustiante de un páramo de ignorancia e indiferencia por el arte y el conocimiento.
Lo hace, además, con humor e ironía, lo que salva a su novela de cualquier carga pedagógica. La relación triangular entre Remigio, Lucio y la madre de la niña (más la sombra de la difunta esposa de Lucio) ilumina el poder de la literatura de ficción. Lucio, en particular, es un personaje entrañable que cimenta una historia a la vez realista y fantástica, más que bienvenida en el panorama desolador del naturalismo mexicano, empeñado (con razón) en documentar la tragedia nacional.
Un comentario
Excelente ensayo. Después de leerlo, El último lector de Toscana es, sin duda, otra novela cuya lectura está pendiente.