Los lugares de nuestras vidas: Las Escaleras de Strudlhof, de Heimito von Doderer.

Esos lugares que quedaron en nuestra memoria, en los que se selló nuestro destino...

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LAS ESCALERAS DE STRUDLHOF. Heimito von Doderer. Debolsillo. Madrid, 2013 (1951). 824 pp.

En las vidas de todos nosotros, en cada una y en la de cada comunidad, familia o grupo, hay ciertos lugares que se erigen en la memoria como los escenarios principales de las mismas. No me refiero tanto a los espacios privados como a los públicos: plazas, cafés, monumentos, esquinas; testigos de nuestras alegrías y triunfos, fracasos y decepciones, encuentros y desencuentros. Hay fechas, también: veranos de epifanía, Navidades tristes, momentos en los que ocurren encuentros, despedidas y cruces definitorios de nuestras vidas. Nuestro destino se determina en el tiempo que compartimos con los demás y, a veces, más de un destino queda sellado en el mismo instante y lugar. Además, nuestra intimidad también se vive en el espacio público, con frecuencia a la vista de otros. Desde luego, el impacto y la interpretación de los sucesos es personal, subjetiva y única, y nuestros intentos por descifrarlos en otros son, en el mejor de los casos, aproximaciones, y en el peor, malentendidos que pueden ser afortunados o lamentables.

En esta novela ambiciosa y original, von Doderer traza el retrato amplio de un grupo de personas estrecha o indirectamente relacionadas. La acción se desarrolla en Viena y alrededores, entre 1910 y 1925. La narración va y viene, no sólo en el espacio, sino en el tiempo, girando alrededor de dos momentos: los veranos de 1911 y 1925, así como de algunos lugares: las escaleras de Strudlhof, en primer sitio, así como la casa de campo de la familia von Stangeler, una estación ferroviaria y las casas de los principales protagonistas. En buena medida, es un retrato de la intimidad vivida en el espacio público y una novela centrada en las emociones y la privacidad: a pesar de los acontecimientos históricos estridentes que ocurren a su alrededor (la Primera Guerra Mundial; el fin y desmembramiento del Imperio Austrohúngaro), los personajes y el autor apenas los registran como un sordo ruido de fondo.

La trama es muy compleja, con muchos personajes importantes, pero en esencia es la historia de dos jóvenes, Melzer y René von Stangeler, y la de su proceso de crecimiento emocional y maduración. Sin embargo, difícilmente se la podría clasificar de Bildungsroman, pues es la novela de una colectividad diversa con destinos diferentes.

Melzer es un militar inseguro (no se atreve a pedir la mano de su amada y ésta se casa con otro), incapaz de expresar sus sentimientos y obtener el afecto que anhela. En 1910 tiene una experiencia crucial, una cacería de oso en Bosnia, al lado del coronel Laska, a quien convierte en su figura tutelar y cuyo recuerdo lo acompaña constantemente: Laska es un hombre de acción. El vacío emocional en su interior y a su alrededor lo atormenta, pero no lo anula: “Y así tenía que soportar estos momentos que a todo viviente le llegan: el angustioso miedo de no haber vivido”.

Stangeler, quizá un reflejo del autor, con el que comparte muchas cosas, es un joven sensible e imaginativo, hijo (como von Doderer) de un exitoso ingeniero de clase alta. En esta primera parte vamos conociendo a muchos otros personajes importantes y presenciamos otras situaciones, en particular la historia de Mary K. (antigua novia de Melzer) y el triángulo amoroso entre Etelka von Stangeler (hermana mayor de René, al igual que Asta), su marido Pista Grauermann y su amante, Fraunholzer. Desde el inicio, la novela se ha presentado como un relato plástico, maleable, sinuoso, con una prosa barroca y digresiva. Las escenas van cambiando una tras otra, sin transición y deslizándose en el tiempo a distintas velocidades. La lucha entre el consciente y el inconsciente (es la Viena de Freud) es central para la historia, y se mezclan al igual que los parajes interiores y exteriores en los que se desarrolla la psique.

En la segunda parte entra en escena el crucial veraneo de 1911 en la casa de campo de los von Stangeler, en las montañas inmediatamente al sur de Viena. René, de 16 años, está en un momento de crisis existencial e introspección. En el bosque junto a la cancha de tenis, tiene una epifanía al encontrar una culebra anillada de dos metros, cuyas circunvoluciones compara con las cerebrales. Traba conocimiento ahí con Melzer, al que reencontrará en 1925. En esta casa conviven algunas semanas casi todos los protagonistas. Luego hay otros dos momentos axiales: la garden party en casa de los Schmeller, en la que ocurre un incidente escandaloso, y el encuentro fortuito en las escaleras de Strudlhof, que servirá como punto central de referencia en sus futuros. En este último incidente figura un personaje menor, pero significativo, el músico von Honnegger (que toca magistralmente el soundtrack de la novela, en especial la Sonata para piano en Fa sostenido menor, de Schumann). Von Honegger es una especie de conciencia filosófica de la novela: “La vida consiste en comprometerse, en meterse en ella. Nadie puede encargar a una máscara el desempeño de los asuntos exteriores de la vida y quedarse íntegramente detrás de ella”. Dice también: “si entre exterior e interior media un espacio sin aire, también entonces hace su aparición un cargo, un papel a representar: el de un pesonaje trágico”. Esta es la diferencia entre Melzer y René.

En 1925, enredado con la enigmática y conflictiva Editha Peltré, Melzer regresa a las escaleras y, de manera proustiana, le asalta el recuerdo de aquel encuentro de 1911, alrededor del cual rearma su pasado. De noche y en soledad, Melzer compone mentalmente una oda a las escaleras, que no sólo llevan del barrio bajo al alto, sino que son además un puente entre el mundo exterior y el interior. Aquí, la prosa de von Doderer alcanza altura lírica. Al regresar a las escaleras, Melzer ha encontrado el genius loci de su vida.

En la tercera parte seguimos el desastre de los amoríos de Etelka von Stangeler, que va resbalando hacia la inestabilidad emocional. Algo parecido, pero mucho más siniestro y premeditado, ocurre con Editha Peltré y su intriga de contrabando de tabaco, revuelta con el encuentro entre Melzer, René y otros personajes, y con un fin de semana agitado y amargo en la misma casa de campo, que marca un contraste infeliz con aquel verano de los “buenos tiempos”.

En la cuarta y última parte, Melzer, retirado de la milicia y funcionario público de la empresa estatal de tabacos, se relaciona con Paula Pichler (cuya amistad con René data de un viejo encuentro junto a las escaleras) y con su familia, así como con Thea Rokitzer, la novia de René con el que tiene una relación tormentosa. Poco a poco al principio, y luego de manera vertiginosa, los distintos hilos de la trama se van anudando entre sí hasta que, tras una conversación filosófica entre Melzer y René, una reunión en casa de Paula, un par de expediciones al campo, la intriga del contrabando, un suicidio, dos desencuentros, un desenmascaramiento y un accidente de tranvía, los destinos chocan y luego salen en distinas direcciones, como bolas de billar, el 21 de septiembre de 1925. Las escaleras, por supuesto, presencian varios de esos momentos.

Encontré ecos de Robert Musil y su “hombre sin atributos”, dividido entre René y Melzer, pero sin el ácido sarcasmo y la imbricación con la historia política y social de su obra maestra. La novela sinfónica de von Doderer (varios de cuyos personajes reaparecen en la siguiente, Los Demonios) despliega su introspección en más personajes que la de Musil, y las miradas de éstos son más melancólicas que cínicas, más perplejas que indignadas. La de von Doderer es sin duda una de las obras más profundas, honestas, originales e interesantes de la, de por sí, grandiosa literatura austríaca del siglo XX.

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