GRAN SERTÓN: VEREDAS. Joao Guimaraes Rosa. Planeta-Agostini. Barcelona, 1985 (1956). 464 pp.
Esta novela es ampliamente considerada la gran obra maestra de la literatura brasileña moderna. Por su calidad y audacia, debe serlo, aunque conozco muy poco de esa literatura. La obra es un tour de force, un largo monólogo en la jerga particular de los “yagunzos” del interior de Brasil. Lo sorprendente es que la voz del narrador nunca decae, nunca se imposta, sino que mantiene su vigor, frescura y consistencia durante más de 400 páginas.
Riobaldo, el narrador, le cuenta su historia, ya en su vejez, a un interlocutor silente e innombrado, que no interviene. La historia da saltos en el tiempo sin dejar de avanzar gradualmente hacia su final. El narrador expresa sus dudas, su profunda y angustiosa introspección, culposa y autojustificatoria alternativamente. Si tuviera un subtítulo, podría ser “El caballero andante y el Diablo”. En efecto, en el fondo se trata de una reelaboración, original como tal, de la historia quijotesca, con todo y un Sancho andrógino, Diadorín, un rocín formidable, posadas y batallas (reales, violentas y no fársicas, en este caso).
Riobaldo va relatando, intermitentemente, su vida. Hijo de una mujer soltera y pobre, ayuda a su madre a sobrellevar una existencia precaria. Cuando ésta muere, es recogido por su padrino, Solorico Mendes, quien lo envía a un pueblo para ir a la escuela. Después de su iniciación erótica, Riobaldo huye para unirse a los “yagunzos”, especie de de bandoleros sociales y guerrilleros que azotan las salvajes provincias interiores de Brasil. Antes, Riobaldo sirve a una patrulla iregular que combate a los yagunzos, dirigida por el legendario Ze Bebelo, un señor de la guerra que a veces trabaja para las autoridades. Ze Bebelo será una figura paterna para Riobaldo, quien lo admira al tiempo que desea librarse de su influencia. Aunque se pasa al otro bando, Riobaldo siempre teme tener que enfrentarse a él, pues se rehúsa a perjudicarlo. La columna vertebral del relato es, tanto la lucha contra el “padre”, como contra la superstición, encarnada en la creencia en el Diablo. Aunque cree instintivamente, su razón le dice que no puede existir, y trata siempre de lograr que su interlocutor lo convenza de ello. De cualquier forma, en un momento crucial Riobaldo hace un pacto con el Diablo, sin importar si tiene una existencia externa o sólo en su psique. La duda ontológica y existencial es la marca de Riobaldo.
Su otra fuente de tormento es la intensa atracción que siente hacia su compañero Diadorín. Aunque su relación permanece platónica, y aunque Riobaldo tiene romances efectivos únicamente con mujeres, esta atracción homoerótica lo persigue, y quedan pocas dudas de que a quien realmente ama es Diadorín. En cualquier caso, como repite muchas veces, “vivir es muy peligroso”, y no sólo por la posibilidad de morir en combate, sino porque nos obliga a enfrentarnos a nuestro propio Diablo.
Después de un comienzo incoherente, digresivo y “filosófico”, Riobaldo se adentra en la intricada trama de sus aventuras y desventuras al servicio de yagunzos (o sus enemigos). Durante la mayor parte de la trama, Riobaldo tiene dudas sobre la legitimidad de ser yagunzo: experimenta remordimientos por esa vida violenta y salvaje. Cuando le ofrecen el mando, lo rechaza, pero antes de su pacto con el Diablo, cuando súbitamente asume el control de la tropa, que gobierna con efectividad y autoritarismo. Hay aquí un momento de tajante transformación psíquica y vital, cuyo desarrollo observamos asombrados.
El lenguaje poético, descriptivo y sensual sirve, desde luego, para transmitir la belleza terrible del “sertón” (“sertao”), las inmensas y agrestes tierras incultivadas, ya sean montañas, selvas, praderas o desiertos, por las que vagan los bandidos. Las “veredas” del título son los caminos junto a los ríos, en los que transcurre buena parte de la novela. Las descripciones de los caballos al amanecer, por ejemplo, son inolvidables, así como los diferentes paisajes, árboles, flores, animales y tipos humanos que encuentra.
Tras el asesinato del líder, Joca Ramiro, a la mitad del relato, la acción se acelera, con Riobaldo persiguiendo al asesino y némesis suya, el Hermógenes, un sicópata. Esta búsqueda, y su anhelo de consumar la venganza, retirarse y casarse con su Dulcinea, Otacilia, dominan la segunda parte.
La novela es, por supuesto, muy violenta, tanto física como emocionalmente. Riobaldo es una cruza entre el Quijote y Hamlet, un caballero andante semiparalizado por la duda ontológica. Envidia al interlocutor por su cultura, pero las preguntas que hace simplemente no tienen respuestas. Son las preguntas clave de nuestra existencia.
La trama es muy compleja para resumirla. Es una novela de aventuras, tanto al aire libre como en el congestionado espacio de la mente de Riobaldo, quien avanza como sonámbulo por la vida, hasta que decide tomar al Destino bajo su control: “Me habían puesto en las manos el juguete del mundo”. Trepidante, colorida, semi-mítica novela que es la épica de la psique enfrentada a un mundo sin más reglas ni moral que las que se agencie el individuo.