BLOOD MERIDIAN. Cormac McCarthy. Picador. London, 2010 (1985). 329 pp.
“El último Western”, se le ha descrito. “La mejor novela que no quiero volver a leer nunca”, ha dicho un reseñista en Amazon. Una novela de belleza pictórica y poética incomparable que revela un mundo atroz, de una violencia paralizante. El mundo del innombrado chico (“The Kid”), del cabecilla sicópata Glanton y del indefinible juez Holden es uno en el que no hay esperanza, ni sentido, ni comunicación, ni pasiones, ni compasión, ni nada más que el desierto inclemente y terriblemente hermoso, una serie de páramos en los que los hombres – siempre hombres – sólo se encuentran para asesinarse porque sí, sin odio, sólo la violencia fría e impersonal que termina en una ristra de cabelleras que se intercambian por dinero que no trae ni riqueza ni descanso.
El chico es un solitario carente de toda noción de afecto o humanidad, que emigra al oeste para ser humillado y para aprender a matar. Es 1848 y los norteamericanos acaban de arrancar a México más de la mitad de su territorio. Quedan tesoros por robar y el chico se une a una gavilla paramilitar que incursiona al sur de la nueva frontera. Son diezmados por los comanches y el chico se ve forzado a viajar por el Bolsón de Mapimí, donde casi muere, hasta que lo apresan y llevan a la cárcel de Chihuahua. Ahí encuentra a un conocido que lo recluta para un grupo de gringos contratados por el gobernador para exterminar a los apaches que vagan por el territorio asolando las poblaciones. Los encabeza Glanton, un hombre extraño y cruel, acompañado por un albino gigantesco, completamente lampiño, a quien el chico había entrevisto unos meses atrás: el juez Holden. Nadie sabe de qué es juez. Sólo saben que él manda y que ha de hacerse lo que él diga. Durante meses y meses el grupo vaga por el norte de México, sobre todo Chihuahua y Sonora, asesinando a todos los indios que encuentran y llevando sus cabelleras a la capital chihuahuense, donde luego de cobrar su recompensa se entregan a francachelas brutales en las que violan, matan y queman, hasta que los propios blancos ponen precio a sus cabezas. Emigran a Sonora, donde repiten el patrón y luego huyen al norte, hacia el río Colorado, donde se instalan como una plaga estática que destruye todo lo que está a su alrededor. Poco a poco el grupo se va dispersando y destruyendo. El chico y un compinche terminan en la cárcel en San Diego. De ahí saldrá para vagar por el Oeste norteamericano durante muchos años, hasta volver a encontrarse por casualidad con el juez, para que la historia termine en la danza diabólica de éste, desnudo y ebrio de violencia, en un lupanar de, quizá, Texas.
La trama es mínima: tan sólo el recuento de matanzas y otros hechos de violencia cegadora. El chico, Glanton y los otros nombres sirven de comparsas (pero relevantes, vivas si eso es vida) a los dos protagonistas verdaderos de esta obra macabra y perfecta: el desierto y el juez. Como si hubiera hecho un pacto con el Diablo (el propio juez), McCarthy eleva el mal, la muerte y la brutalidad a las cimas más altas, o a las simas más bajas, del Arte. La tierra, los cactus, las cañadas y arroyos tenues, las piedras desnudas, los zopilotes y los caballos, el cielo feroz tanto despejado como en furioso torrente, todo está creado (no descrito, creado) con un lenguaje majestuoso, rico, polifónico y deslumbrante.
Cada episodio es una variación genial de los mismos temas, en una ecuación autorreferencial de belleza salvaje y crueldad helada. Los personajes van y vienen por un territorio inmenso e indiferente, como peonzas de la muerte y del horror. Su Moisés y su Satán es el juez, un ser sin pasado ni futuro que cita a los clásicos grecolatinos, que lo sabe todo, que lleva a sus espaldas la leyenda de una estratagema que, a la boca de un cráter volcánico, destruye una banda de indios con una genialidad que lo vuelve divino a los ojos del resto de asesinos a los que salva. El juez pronuncia sentencias, decide destinos y, en una escena abominable, asesina con ternura a un niño. Ríe, canta y baila completamente desnudo; jamás duerme, jamás pierde la calma ni duda; preside sobre el Universo y decide que todo lo que él no posea o conozca debe ser destruido porque el único Universo que debe existir es el suyo. Ningún retrato del Mal, en toda la historia, la literatura o la religión, es más aterrorizante que este. Ninguna descripción del Mal compite con las frases geniales y perversas del juez. Ninguna danza es más escalofriante que el baile atroz del final. Ningún libro es más terrible que este.
4 respuestas
En espera de leer el libro, ver la película o leer el siguiente artículo . Gracias por compartir, Memo
Gracias por compartir tan agradable reseña. Siempre increíble la habilidad para compactar las obras escritas en pocas cuartillas de enorme atractivo.
Gracias
Maestro Máynez.
Abrazo
La belleza del desierto se refleja con todas sus tonalidades en tu reseña, tu bosquejo del juez alcanza a dar escalofríos. Gracias también por esta.
Que horror. Que desolación en el n Noas amplió sentido. De almas y de tierra.
Gracias siempre.