El misántropo liberal: El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa

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“Soy dos, y ambos mantienen la distancia… somos dos abismos – un pozo mirando al cielo fijamente”.

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EL LIBRO DEL DESASOSIEGO. Fernando Pessoa. Acantilado. Barcelona, 2013 (1982; 1913-1935). Edición de Richard Zenith. Traducción de Perfecto Cuadrado. 580 pp.

El “autor” de este libro inclasificable (no es diario, ni novela, ni ensayo) es uno más de los heterónimos de Pessoa: Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros. Soares vive y trabaja en la Rua dos Douradores, que llega a la Plaza del Comercio en el barrio de la Baixa, Lisboa. Soares es un solitario y un misántropo más bien liberal y no agresivo. El libro está compuesto de fragmentos breves en los que Soares plasma su extraña y contradictoria filosofía de la vida, si es que se le puede llamar así a su angustia existencial que suele resolverse en un nihilismo casi absoluto. Es, como él mismo lo dice, una “autobiografía sin acontecimientos”. El comienzo es magistral: “Nací en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón por la que sus mayores la habían tenido – sin saber por qué”.

Se siente alienado: “Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen”. Se propone “como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida”. Sus compañeros de oficina, en particular Vásquez, el jefe, representan la vida necesaria y monótona.

Soares no conoció a sus padres y fue criado por tías, en provincia. Esta ausencia se sublima en una personalidad dual: “Soy dos, y ambos mantienen la distancia… somos dos abismos – un pozo mirando al cielo fijamente”.

Rua dos Douradores, Lisboa

Soares reflexiona sobre la historia. Para él, el cristianismo degeneró en la enfermedad del Romanticismo: “Todo el mal del Romanticismo consiste en la confusión entre lo que nos es necesario y lo que deseamos”, “La mayor acusación al Romanticismo está todavía por hacerse: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana”. Sus lecturas son recurrentes y limitadas: “Por más que pertenezca, en alma, a la estirpe de los románticos, no encuentro reposo sino en la lectura de los clásicos”.

Es el hombre esencialmente moderno y urbano, que prefiere los viajes interiores a los exteriores. Pero lejos del optimismo del hombre de acción, es apático (en cuanto a la vida exterior), apolítico (vive una revolución y apenas la menciona) y ahistórico (de su tiempo). Es escéptico, así, ante la acción: “Todo revolucionario, todo reformador, es un evadido. Combatir es no ser capaz de combatirse. Reformar es no tener enmienda posible”. En los fragmentos 45 y 131 expresa su ideal de vida: “Sentirlo todo de todas las maneras”. Su subjetivismo es extremo y berkeleyano: el universo está sólo en la mente. Le intriga que otros, cuya vida es monótona, puedan ser felices a diferencia de él, y llega a una conclusión: “Sabio es aquel que monotoniza su existencia, pues así cada incidente tiene para él el privilegio de la maravilla”. De hecho, “un hombre puede, si posee la verdadera sabiduría, gozar de todo el espectáculo del mundo desde una silla”.

Como Hermann Broch, deplora el derrumbe de las creencias en la modernidad, el imperio del relativismo y la incertidumbre (Freud, Marx, Einstein, Darwin). “El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy casi por las mismas vías por las que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación”. Basta ver a los líderes políticos de hoy para constatar la veracidad de esta aseveración.

Soares regresa constantemente a sus referentes literarios: Cesário Verde, Vieira, el Pickwick de Dickens (su antítesis), Shakespeare, Verlaine, Chateaubriand, Vigny, Leopardi, Hugo, Wilde. Heine y Homero.

Su misantropía es pasiva: todos compartimos el mismo viaje, con los mismos derechos, y nos debemos amabilidad y compañerismo. Pero es escéptico ante “hacer el bien”: ¿quién lo conoce? Su agnosticismo es vagamente deísta, pero rechaza las sociedades secretas y clerecías: “lo que por encima de todo me impresiona, en esos maestros y conocedores de lo invisible es que, cuando escriben para contarnos o sugerirnos sus misterios, todos escriben mal”. La vida contemplativa es muy superior a la de acción: “quien está en un rincón de la sala baila con todos los bailarines”.

Para él, la niñez es el estado ideal, antes de la llegada del Tedio, que no es aburrimiento, cansancio o malestar; es eso y más: “la sensación carnal de la múltiple vaciedad de las cosas”. Es sentirse preso en libertad frustrada, dentro de una celda infinita.

Tras los fragmentos breves viene una sección llamada “Los grandes fragmentos”, piezas más elaboradas que quizá son lo mejor de la obra. Entre los más destacados están: “Declaración de diferencia”, un manifiesto de indiferencia por los asuntos públicos, por la bondad y la caridad, por la clase social y la acción, y “Educación sentimental”, en el que plasma sus estrategias ante el dolor: 1) analizar el dolor, pero no el placer; 2) inventarse otro Yo, que sea el que sufre, y observarlo; 3) intensificar el dolor hasta que se transmute en placer; 4) pasarlo por la inteligencia pura, convertirlo en literatura. Otros más son “Examen de conciencia”, en el que dice: “este libro es sólo un estado de alma, analizado desde todos los ángulos, recorrido en todas las direcciones”; “Fórmula de bien soñar de los metafísicos”, en el que describe su proceso creativo; y “Marcha fúnebre para el rey Luis II de Baviera”, en el que detalla las ventajas de la muerte sobre la vida.

Inevitablemente, surge la comparación con Montaigne: Pessoa es su heredero, pero mucho más desencantado. Al final, el propio Pessoa ha aceptado: “Bernardo Soares soy yo menos el raciocinio y la afectividad”.

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