EL PERIQUILLO SARNIENTO. José Joaquín Fernández de Lizardi. Porrúa. México, 2012 (1816). Col. “Sepan Cuantos…”, #1. 652 pp.
La primera novela escrita por un mexicano y publicada en México, cinco años antes de la Independencia, tiene tres méritos indiscutibles: 1) Es un testimonio de primera mano de la vida cotidiana en México fines del siglo XVIII y principios del XIX, invaluable por la escasez de otros similares y por la amplitud de ámbitos de retrata; 2) es el testamento de un auténtico liberal ilustrado, prueba fehaciente de que en México había, ya en esas épocas, personas progresistas, mucho más avanzadas que los políticos de comienzos del siglo XXI; y 3) es una novela dinámica, entretenida y audaz. Esta última aseveración requiere un matiz: le hubiera venido bien un editor riguroso, que cortara las partes didácticas y moralistas que, si bien son sensatas y compartibles, interrumpen el flujo del relato sin ser digresiones divertidas, esenciales para el carácter de la narración, como por ejemplo las de Tristram Shandy, una novela un poco anterior. No me refiero a las secciones que describen un determinado ámbito social (conventos, cárceles, etc.) que, como en Los Miserables, enriquecen la ambientación y redondean el contexto de los personajes. Estas son bienvenidas. Me refiero a los sermones en los que Lizardi (o, más bien, el narrador dirigiéndose a sus hijos) da consejos de vida y expone los peligros a que se enfrentan los jóvenes ociosos, disolutos y corruptos. Tales riesgos quedan más que claros en la exposición de las numerosas y sórdidas desventuras del Periquillo. Este último calificativo es preciso: por más humorísticas que sean algunas de sus andanzas, todas ellas se regodean en la sordidez, causa o síntoma, quién sabe, de la obsesión por lo sórdido que caracteriza a gran parte de la literatura mexicana.
La novela es la autobiografía de Pedro Sarmiento, quien debe su apodo homofónico a un viejo traje verde que usó de niño y a lo tóxico de su comportamiento. Está dirigida, en su edad madura, a sus hijos, como advertencia de lo que les puede pasar si siguen sus pasos de juventud.
Nacido en la precaria clase media de la Ciudad de México, Pedro es echado a perder por una madre consentidora, frívola y dominante, que también controla al padre con berrinches, por lo que la influencia benéfica del mismo queda nulificada. Así, Pedro crece con un carácter perezoso, perverso y malvado. Reacio a toda educación u oficio, a la muerte del padre Perico y su madre se hunden en la miseria. Siempre en malas compañías, como la de Juan Largo y Martín Pelayo, Perico en un inicio se decide por la carrera eclesiástica (garantía de ociosidad e impunidad), fracasa, se mete de fraile, no resiste las privaciones, y se hace tahúr profesional, ocupación que lo hunde en el delito y la miseria. En medio de aventuras rocambolescas, Perico se convierte en preso, escribano, peluquero, boticario, falso médico, funcionario corrupto y bandido fracasado.
A lo largo del camino, Lizardi hace una disección meticulosa e inclemente de las ocupaciones, oficios e instituciones de la Nueva España. Demuele al clero, tanto secular como regular, pintándolo como refugio de bribones, pervertidos y defraudadores (con excepción de unos cuantos varones caritativos, estudiosos y congruentes). Se burla de las numerosas y absurdas supersticiones de todas las clases sociales. Describe el atraso de dos siglos de la educación, que apenas comenzaba a impartir filosofía moderna, no escolástica, en San Ildefonso, y a introducir métodos interactivos en la primaria. Anticipándose, se manifiesta en contra de la tauromaquia y la crueldad con los animales. En una de sus digresiones más interesantes, analiza las costumbres funerarias, las compara con las de otras civilizaciones, y las deriva de la antigüedad primitiva. Igualitario, afirma que “los pobres son los muertos que no hacen ruido” y deplora el desprecio de la sociedad novohispana por los oficios, considerados degradantes, mientras se ensalzan la ociosidad, la burocracia y el parasitismo rentista. Retrata la ubicuidad y estragos del juego, uno de los temas recurrentes en la vida de Perico, así como la corrupción e inhumanidad de cárceles y hospitales. Los teólogos son unos charlatanes, como los abogados una casta de chupasangres, sólo posible porque las leyes son contradictorias, incomprensibles e incumplibles.
La novela es rica y diversa; la acción veloz cuando no es interrumpida; los personajes variados, vivaces y verosímiles. Perico encuentra varios mentores que tratan de ayudarlo, pero siempre se decide por los rufianes, hasta el final, cuando se convierte en hotelero en Tlalpan y enmienda el camino.
De la mano de Perico, recorremos los rincones y alrededores de la ciudad, además de otros lugares, como Tula (donde hace de faslo médico hasta que los indios lo corren a pedradas), además de un extravagante viaje como conscripto a Manila y una parada, al regreso, en una isla ficticia, de donde regresa a México con un potentado chino al que traiciona.
Inscrita firmemente en la tradición picaresca española (pero con un toque edificante), la novela es muy divertida, pero a la vez deprimente, pues permite constatar lo poco que ha progresado México, en muchos aspectos, en exactamente doscientos años. Es entrañable, además, por la descripción de tantos lugares de la ciudad que han sido destruidos o desfigurados, mezclados con otros que aún siguen ahí, como el Zócalo, Tacubaya, Tlalpan, San Hipólito, etc.
A pesar de defectos obvios y enternecedores, como los teporochos que citan obras doctas con capítulo y folio, es una novela divertida y valiosa, dignos pininos de la literatura mexicana.
Un comentario
Memo querido, me encantó el artículo. por supuesto, desde siempre he oído mencionar esta novela, pero nunca la he leído. suena super interesante! muy de acuerdo también en que mucho de lo que mencionas sigue tristemente vigente. triste verdad! gracias por acercarnos a ella.