El lugarteniente del destino

“No debe ser casualidad que Moby Dick haya tenido que esperar hasta la época de las vanguardias para ser apreciada con justicia.”

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Este artículo se publicó originalmente en EstePais.com el 18 de febrero de 2020. En este link se puede consultar la entrada: Ver publicación


No es difícil ver por qué Moby Dick fue tan mal recibida a partir de su publicación en 1851. Si bien las dos primeras novelas de Herman Melville (1819-1891), Typee (1846) y Omoo (1847), habían tenido éxito al ser aventuras emocionantes narradas en un estilo más bien convencional y directo, la tercera, Mardi (1849), que comenzaba también como una historia de aventuras marítimas, pronto se perdía en un laberinto de reflexiones filosóficas que desconcertaron a los lectores. Aunque con mucho mayor calidad literaria, Moby Dick profundizó la evolución de Melville, del Romanticismo usual de la “novela de aventuras” a un simbolismo premonitorio que se desarrollaría en Francia a finales del siglo XIX, sobre todo por la influencia creativa de Mallarmé.

Aquí cabe un par de precisiones, la primera de ellas muy triste para los escritores mexicanos: el “fracaso de ventas” de Moby Dick sería considerado un éxito por muchos novelistas de nuestro país. El tiraje de la primera edición estadounidense fue de dos mil novecientos quince ejemplares, de los cuales se vendieron mil quinientos en los primeros once días, un sueño difícil de alcanzar en nuestra literatura de esta época. Pronto, sin embargo, la desilusión del público con la obra fue evidente: en el segundo año se vendieron solamente trescientas copias, y al final de la vida de Melville, cuarenta años después, las ventas totales habían sido de tres mil doscientos quince ejemplares. La novela quedó olvidada durante los siguientes años, hasta que, a partir de 1921, algunos críticos la elogiaron, entre ellos D. H. Lawrence en su libro de 1923, Studies in Classic American Literature. En 1926, Modern Library sacó una nueva edición y, a partir de ese momento, Moby Dick fue reconocida como uno de los grandes clásicos de la literatura estadounidense.

No debe ser casualidad que Moby Dick haya tenido que esperar hasta la época de las vanguardias para ser apreciada con justicia. Independientemente del juicio popular, al que el propio Melville había acostumbrado a recibir de su pluma aventuras sin mayores reflexiones, la crítica estadounidense de la década de los cincuenta del siglo XIX no estaba preparada para su aparición, en primer lugar porque prácticamente no había críticos literarios profesionales y, en segundo, porque la mayoría de los reseñadores seguía la opinión dictada por los críticos británicos, que no fue favorable a la novela porque tampoco allá era su tiempo y porque la edición inglesa apareció mutilada.

La segunda precisión alude a la razón por la que Moby Dick tenía muy pocas posibilidades de ser bien recibida en Estados Unidos: su notorio anticristianismo. La novela gira alrededor de una profunda reflexión teológica, angustiosa e irónica a la vez, en la que Dios es reemplazado por misteriosas deidades del Destino (the Fates) que guían a Ishmael y a las que se opone Ahab, autoconvertido él mismo en una deidad alternativa que pretende derrotarlas por medio de su venganza cósmica.

Muy pronto, en el capítulo 7, “La capilla”, Ishmael observa los cenotafios dedicados a balleneros fallecidos en alta mar. Sus reflexiones no podían dejar de perturbar a los piadosos lectores de la joven república: si la vida humana prosigue tras la muerte, “¿por qué las compañías de seguros de vida pagan a los deudos de inmortales; en qué parálisis total y eterna, en qué trance fatal y sin esperanza yace el viejo Adán, muerto hace sesenta largos siglos; y cómo es que nos rehusamos a ser reconfortados por aquellos que, sin embargo, estamos convencidos de que viven en una dicha inexpresable; por qué basta tan sólo el rumor de ruidos en una tumba para aterrorizar a toda una ciudad? Todas estas cosas no carecen de significado”.

La Biblia revolotea por encima, por debajo y por en medio de la trama, pero sobre todo el Antiguo Testamento, obviamente el Libro de Jonás y la figura aterrorizante, caprichosa y vengativa de Yahvé, a quien Ahab parece tomar como rival en su megalomanía sobrenatural.

Queequeg, el arponero de los Mares del Sur que se convierte en el primer y mejor amigo de Ishmael desde que se conocen en New Bedford, aporta la visión del Otro, la prueba viviente de que el cristianismo no tiene el monopolio de la bondad, la nobleza y la lealtad: “Voy a probar con un amigo pagano, pensé, puesto que la caridad cristiana ha demostrado no ser más que hueca cortesía”. En una gentil parodia de todo rito religioso, Ishmael describe el cuidadoso y cariñoso ritual con que Queequeg saca de su estuche a Yojo, su dios, lo limpia, lo pone sobre la chimenea y le reza por horas.

Antes de conocer a Ahab, Ishmael sospecha la Verdad detrás de la angustia humana (“Toda grandeza mortal no es sino enfermedad”) e intuye la clave del humanismo y del imperativo ético que no precisa de ritos religiosos: “Nada existe en sí mismo… este mundo es una sociedad mutualista, una empresa en sociedad” (It’s a mutual, joint-stock world). Esta convicción humanista, liberal y democrática permite que Ishmael no degenere en un jacobinismo igual de fanático: “Guardo el mayor respeto por las obligaciones religiosas de todo el mundo, sin importar qué tan cómicas sean… Al final de cuentas todos estamos, de alguna manera, terriblemente tocados de la cabeza, y tristemente necesitamos consuelo”.

Si el aspecto teológico es hoy menos escandaloso, salvo para públicos todavía localizados en la patria de Melville, fértil en evangelismos fundamentalistas, hay otra dimensión que en aquel entonces era menos escandalosa pero que hoy aliena a muchos lectores, a los que repugna, con sobrada razón, la matanza de ballenas. Melville se adelanta admitiendo: “Carniceros lo somos, sin duda”, pero luego critica a la hipocresía de su época, que honraba a los militares, igual de carniceros, y a los oficiales y soldados codiciados por las chicas.

Como han señalado Harold Bloom y Andrew Delbanco, Moby Dick se transforma, primero lenta y luego vertiginosamente, de una buena novela de aventuras en una demencial fábula bíblica. La entrada en escena de Ahab desplaza a Ishmael y a Queequeg y opone la figura mayestática del capitán nada menos que a la de Dios, con el primer oficial Starbuck como única conciencia moral y pragmática a bordo. Ahab es un personaje complejo, incomprensible, pero quizá la clave de su obsesión sea un platonismo puesto de cabeza, en el que el Ideal, la fuerza detrás de las apariencias, no representa el bien supremo, sino la muerte del Individuo, su disolución en lo abstracto, contra lo cual Ahab se rebela: “Esa cosa inescrutable es lo que más odio”. El mutilado capitán no se da por satisfecho con una lucha personal: en un ritual pagano-diabólico obliga a sus marineros a jurar la muerte de Moby Dick, mientras el sensato Starbuck, en un soliloquio tan shakespeariano como los del propio Ahab y los otros oficiales, Stubb y Flask, convoca a las fuerzas del Bien a protegerlos del demente.

El capítulo 42, “La blancura de la ballena”, es uno de los más simbolistas, una disquisición sobre la naturaleza y los efectos del color blanco en la psique humana, los cuales parecen ser ambivalentes. Por un lado, la blancura significa la Pureza, pero, por otro, el Terror del vacío, de la abstracción de todos los colores en la síntesis que los aniquila: “Aunque en muchos aspectos este mundo visible parece formado con amor, las esferas invisibles fueron formadas con pánico”. El mundo en el que vivimos, ya sea real o una alucinación, aristotélico o platónico, es una mezcla en la que coexisten el azar, la necesidad y el libre albedrío, de ninguna manera incompatibles. Sin embargo, dentro de las limitaciones impuestas por la necesidad y la libertad, el azar tiene la última palabra. Esto, para muchos lectores estadounidenses y europeos de la época en que se publicó la novela, era simplemente herejía e impiedad.

Conforme Ahab se acerca a la ballena blanca, y por tanto a su destino final, sufre dudas, pasa por su Monte de los Olivos. En el crucial capítulo 132, “La sinfonía”, el capitán da su única muestra de humanidad. Conmovido y sintiendo su oportunidad, Starbuck le implora dejar la persecución. La respuesta es lapidaria: “Soy el lugarteniente del Destino; actúo bajo órdenes”. 

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